Era demasiado fácil saber cuando ganaba
y cuando perdía, solamente tenías que mirar que estaba bebiendo. Solamente
bebía whisky y cerveza, y aunque el whisky era más caro era lo que bebía cuando
iba perdiendo. Casi siempre la última copa la tenía que pagar al día siguiente.
Estaba en esa copa. Estaba solo, cuando bebía whisky las mujeres veteranas no
se acercaban a mí porque no tenía con que invitarlas y a las nuevas mi aliento
las echaba para atrás. Los lameculos que solía tener alrededor tampoco se
acercaban, sabían que no tenía ningún perro que chivarles ni tenía el humor
para soportarlos. Solo hay una cosa peor que un adicto como yo, un adicto que
encima necesita lamerte el culo para saber a qué apostar.
Esa tarde estaba particularmente
bien sólo y borracho como siempre. Había estado apostando las últimas 3 horas y
media a perros que creía que iban a remontar en la recta final. Los primeros
fueron bien, me llegue a poner con 150 de ganancia, pero cuando aposté fuerte
fallé, creí que hoy era el día de los putos perros que remontan en la recta
final. Nunca es el día de esos perros ni
de ningunos. Los perros son perros y no tienen día. Hasta los zurdos tienen un
día, nos preocupamos más de la mano con la que nos agarramos la polla que de
nuestros amigos los perros. Nuestros amigos los perros que me habían hecho
estar en el whisky de la deuda.
Salí de mi sitio habitual del canódromo,
escondido en la penúltima fila, y me puse en la valla para ver la última
carrera. Era la primera carrera en la que no apostaba hoy y lógicamente tenía
la sensación de que de haber apostado hubiera ganado. Casi no me tenía en pie cuando dieron el
pistoletazo de salida. La liebre salió disparada. Los perros corrieron como
perros. Y yo hice el subnormal. Todo normal. Me explico. Al dar la segunda
vuelta cuando vi la liebre aparecer por la curva. Me cague en nuestros amigos
los perros y salté la valla. “A la mierda -pensé- les demostraré como yo sí que
puedo coger la libre.” Se había acabado el juego, estaba harto de ver como
corrían por mí, rompí las reglas para poder coger la maldita liebre y hablarle
de tú a tú. Quería preguntarle que hacía corriendo. Por qué no se paraba. Por qué
queríamos ir detrás de ella. Por qué nos inventábamos a los galgos para que
fueran detrás de ella por nosotros. Qué ganábamos con esos billetes. Qué más da
acertar que galgo la iba a coger si nosotros estábamos detrás de una valla,
mirando desde las gradas todo aquello que nos habíamos inventado. Siempre quejándonos
de que nos hacían perder dinero o de que nos hacían ganar demasiado poco.
Borrachos. Solos. Fingiendo que no éramos la última mierda, creyéndonos que volábamos
como el esbelto cuerpo del galgo número 6 porque habíamos dado nuestro dinero
por él. Pues yo era ahora el galgo e iba a coger a la puta liebre.
Pero no era un galgo. Era un
viejo ridículo que solo pudo correr 3 segundos hasta que lo alcanzaron los
perros. El que iba en cabeza me mordió la mano izquierda. Me di la vuelta y le
pegué con la derecha en la cabeza haciendo que me soltara. Los dos nos caímos a
un lado y el resto de perros siguió con la carrera. Cuando salto sobre mi logré
saque mi navaja y con un corte horizontal se le salieron las tripas. Soltó un
ladrido agudo y se quedó tumbado en el charco de sangre. Me miró un segundo, después
se lamió las tripas para limpiarlas de
arena y morir en paz. Miré su dorsal, era el perro número 6, por el que yo
hubiera apostado. Mierda, podría haber ganado. Me levante y me limpié la arena
para irme.
Aunque me echaron de ese
canódromo de por vida, ese día me sirvió para darme cuenta de lo que estaba
pasando en mi vida. Era esclavo de un juego, que miraba desde la grada, sin ser
yo mismo, ganando o perdiendo, con cerveza o con whisky, pero al fin y al cabo
solo y esclavo. Solamente al saltar la valla, al verme rodeado de sangre de
aquel perro, me dio el suficiente vértigo como para ser valiente.
Espero que me dejen volver a ese canódromo,
estoy seguro de que el perro número 6 va
a ganar.